Teatro Solis(Montevideo) en su inaguracion en 1856
Montevideo(La ciudad vieja) a fines del siglo pasado(Calle Zavala hacia el puerto)
Montevideo a principios del siglo xx, a la derecha Cafe Southampton, al fondo el templo Ingles
La Plaza Independencia en Montevideo a principios del siglo xx
La avenida 18 de Julio en Montevideo a fines del siglo XIX
Ilustracion del Carnaval de 1905
Aviso de 1899 de Guppy y Cia ofreciendo cilindros
Montevideo(La ciudad vieja) a fines del siglo pasado(Calle Zavala hacia el puerto)
Montevideo a principios del siglo xx, a la derecha Cafe Southampton, al fondo el templo Ingles
La Plaza Independencia en Montevideo a principios del siglo xx
La avenida 18 de Julio en Montevideo a fines del siglo XIX
Ilustracion del Carnaval de 1905
Aviso de 1899 de Guppy y Cia ofreciendo cilindros
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UN MANIJAZO MILAGROSO
En los años finales del siglo XIX Buenos Aires conoce los aparatos que reproducen mecánicamente —por vibraciones— el sonido. Las voces se reciben como si vinieran del otro mundo. La música parece tocada en frecuencias de ultratumba. La cosa es que se oye, aunque esa porción de tachos y de cilindros a manivela para oír cuesta todavía un dineral. Para 1899 resulta común encontrarse en diarios y revistas los avisos de Tagini o de Cassels que ofrecen todo un menú de aparejos sonoros: grafófonos, fonógráfos, gramófonos. "Brillante boca de torcido embudo / que más parece ingenio belicoso, / hace entrever el hueco misterioso / donde el sonido duerme yerto y mudo. / La reluciente máquina al desnudo / recuerda al movimiento en el reposo / unida de la caja al negro foso / por lo que un tiempo fuera tronco mudo. / El callado artificio, en un momento, / pone seco crujir en movimiento, / y del sonido las cadenas rotas / un murmullo creciente el aire llena, / que adquiere forma, y el espacio atruena, / con vibrante raudal de agudas notas". Mientras el poetón del semanario ironiza en sus rimas al artefacto, la gente poco menos que mete la cabeza en las enormes bocinas. Es el delirio. El 3 de octubre de 1900 hay una novedad que se comenta: "The New Century", negocio porteño de los señores Picardo, Palmada y Cía. Inaugura el primer laboratorio de fonografía en Buenos Aires, con grabación, impresión y edición comercial de discos a 80 revoluciones por minuto. Y en cinco años, nada más, aparece una caterva de marcas y marquitas. Victor, Nacional y Columbia, son las importantes. Hay veinticinco más con Era y Atlanta a la cabeza. ¿Qué graban y qué venden? Óperas fragmentadas, música de salón, discursos, recitados, escenas teatrales, monólogos, repertorio popular cantable, en especial canciones criollas campesinas. Tangos también, pero soplados por Bandas: la Española, la De Souza, la del Pabellón de las Rosas; o tocados por Rondallas: la Fígaro, la Estudiantina Centenario, a del Gaucho Relámpago. Y los tangos cantados en modo cupletero. Disco al aparato, bastante manija y la voz de Linda Thelma que asoma del fondo loco de la bocina de metal como si estuviera cantando su tango en los Jardines del Buen Retiro:
"Nos fuimos juntos, / y en un nido coqueto / nuestro secreto, / celoso se escondió...".
50EL TANGO DEL CISNE
A principios de 1906, hay fonógrafos en casi todas las casas de familia que se precien, y los discos se venden como pan francés. De tal suerte, La morocha, ese tango que ya apunta exitoso es requerido para una grabación. Pero no es la Candales quien lo registra sino otra famosa del mismo estilo: Flora de Gobbi. La placa Victor de una sola faz recoge sus gorgoritos dignos de una Joaquina Pino, y La morocha en disco pasa al frente de un solo tirón fulgurante y realmente espectacular. Hace un capote como no se ha visto. A los días, Rivarola la edita para piano y canto; se cansará de reimprimirla. Se cuenta inclusive, que cinco mil ejemplares de su primera edición se los llevan los cadetes de la Fragata Sarmiento para repartirlos por ciuda- des de todo el mundo. Visto el éxito obtenido, don Villoldo intenta varias veces repetir, imitar su propio suceso: no lo consigue. Estaba como escrito. La morocha es el canto del cisne del tango azarzuelado. De una especie que irremisiblemente está agotada. Pero que al extinguirse, le abre todos los caminos al Tango de arrabal.
Sí: tras el campanazo de La morocha, diez editores, con Prelat, Ortelli, Breyer, Medina, Francalanci y Poggi a la cabeza, entran a imprimir decenas de tangos. Así, del original a la linotipia, de la linotipia a las vidrieras y de las vidrieras al álbum que está sobre el piano de casa entre un florero y un mantón de Manila, marchan El arroyito, de Castriota; Te conozco mascarita, de Quijano; Don Juan, de Ponzio; Qué rico tipo, de Bonelli; La catrera, de De Bassi; Payaso, de Santos Discépolo; El apache argentino, de Aróstegui; Ni fósforos, de Roncallo; La Reina de Saba, de Mendizábal; Hotel Victoria, de Latasa; Unión Cívica, de Santa Cruz; El esquinazo, de Villoldo; Sábado inglés, de Maglio; Sacudime la persiana, de Guerriero; El Piñerista, de Aragón; El Tamango, de Posadas. A ciertos tangos se les retoca el título que traen de la noche con intención de pornografía: pasa con La cara de la luna, de Campoamor y con Cara sucia, de Canaro. Es imposible imaginar hoy el número de ejemplares vendidos entre 1905 y 1910; no debe bajar del millón.
De este modo, La morocha, a falta de mejor mérito artístico, ha tenido, y no es escaso por cierto, este otro: ha incorporado el Tango a la vida social de Buenos Aires.
A LA TACITA DE PLATA
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TUMULTO EN MONTEVIDEO
Escándalo fenomenal ha provocado Juan Maglio en Montevideo. Llega en 1914. Sus discos de fonógrafo matrizados a doble faz por la Columbia se venden por gruesas en avanzada de popularidad. Y han anticipado en las vidrieras de Carlos Trápani y de otras casas de música, este exitazo que podía sospecharse. Su campaña en Buenos Aires, ya mayormente rendida al resplandeciente ascenso del Tango, lo trae de superestrella.
Con su bigotazo pulcramente cocinado en bigoteras, su jopo trigueño y su bandoneón de buen estilo —ha grabado por primera vez solos de fueye "a cappella"— toca con su cuarteto en el café Bon Marché de Soriano y Florida, a los fondos de la Casa de Gobierno, callecitas arracimadas de trazado colonial con cuadras de cien varas, donde un almácigo de fondines y de pensiones alegres le saca punta a la lonja costera de tres cuadras de ancho, que desde allí hasta el puerto es el bajo fondo de la ciudad.
Con sus hinchas emocionándose con Royal Pigall y El zurdo desde la mitad de la calzada y con el café en estado de mitin, este triunfo de Maglio le baja la temperatura a la hostilidad antimilonguera e instaura públicamente al Tango en Montevideo, llamada ya La Tacita de Plata, como antes la llamaron a Cádiz sus gaditanos, que en la otra vereda del Mar Dulce le dieron su gentilicio "porteños" a los habitantes de Buenos Aires.
Entre los más fervorosos de las primeras mesas del Bon Marché, aplaude un antiguo conocido de Pacho: con la crencha rojiza, sus veintiséis años y la buena fama de ser un virtuoso de la gran siete del piano tanguista en todo el Río de la Plata, Prudencio Aragón, porteño nacido en Belgrano, se radicó en Montevideo. Ha eludido la "colimba", servicio militar obligatorio, mandándose a mudar a Rosario, luego a Chile. Aquí, desde tres años atrás con sus tangazos Las siete palabras, El piñerista, El talar, El pardo Cejas, sus milongones y esos dedos asombrosos por el "yeite" y por la gracia que le responderán hasta la muerte, es estimado en clase de árbitro y de maestro por el puñado de muchachos locales adoradores del Tango, en los amotinamientos calaveras de la noche.
Uno de los aventajados discípulos de Aragón, Alberto Alonso nos cuenta: —Ya en 1904, siguiendo la huella de Ángel Villoldo, yo ejecutaba sus originales tangos; comprendiendo a pesar de mis pocos años cuánta enseñanza encerraban las obras del maestro, extraía de ellas toda la savia que habría de orientar mi oficio de músico tanguero. Por 1907 llegó el pianista argentino Prudencio Aragón, de quien puede decirse que inició la auténtica era tanguista entre nosotros. Montevideo venía rezagada en la carrera tanguística que se había iniciado en la vecina orilla y se desarrollaba con características bien definidas, y aunque desde principios de siglo ya actuaban aquí algunos guitarristas "milongueros", no había aquí músicos de Tango propiamente dichos.
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GIUSEPPE VERDI Y LOS REYES CONGOS
El 24 de diciembre de 1726 por orden de Felipe V, el gobernador del Río de la Plata, Bruno Mauricio de Zavala, funda la ciudad de Montevideo. "La muy fiel y reconquistadora", guapa hasta la temeridad frente al malón inglés de 1806, es también muy artista desde el pique. Tiene su Casa de Comedias desde 1793, de la que luego será director Bartolomé Hidalgo, pri-mer poeta oriental. Hasta la Guerra Grande, 1843, la atracción es la tonadilla española. En los salones los montevideanos de una Montevideo con quince mil vecinos en su planta urbana, bailan vals, chotis, fandango, boleros, gavotas, cuadrillas y contradanzas.
Concluido el sitio de la ciudad en 1851, la música escénica italiana pasa la escoba. Y en su homenaje, el 25 de agosto de 1856 con la compañía de Sofía Vera Lorini cantando Hernani de Verdi, inaugura su templo del arte lírico: el Teatro Solís.
A espaldas del Solís —la metáfora del paisaje traza de paso, el orden social— saludan al mar los cantones humildes del sur. Viven allí los negros.
En 1825, cuando la Asamblea de la Florida decreta la libertad de vientres, los morochos y las morochas son ya la cuarta parte de la población.
Desde 1834 se llama candombe en las crónicas a la ceremonia que los negros, mayormente bantúes, celebran desde mucho antes y es en el lenguaje clandestino de su esclavatura Calenda, Tambo o Tango, Chicha, Bámbula o Semba. Lo practican inicialmente en su ocultamiento de exiliados, después a plena calle, siempre entre Navidad y Reyes.
«El candombe pertenece al ciclo de las danzas pantomímicas profanas sobre la coronación de los reyes congos con remedo de las instituciones estatales blancas» —nos dice Ayestarán— y describe los momentos del ceremonial candombero: Cortejo —Formación en la calle—, Ombligada, —Cuplés—, Rueda y Entrevero. Los personajes son el Santo, el Rey, la Reina, el
Príncipe, el Gramillero (o yuyero y médico de la tribu), el Escobero (que trueca el bastón de mando del bastonero por una escoba con la que llegará al asombroso arte de un saltimbanqui), y los músicos con sus tamboriles.
Expresión suprema de la música y la danza afro-uruguaya, el ceremonial del candombe degenera cerca de! 80. Y de todo su repertorio ritual y plástico sólo perdurarán genuinos el paso de candombe, algunos personajes y el blasonal cuarteto de parches: chico, piano, repique y bombo. Cada carnaval, y por más de cien años, serán los atributos de las comparsas de lubolos (negros, y blancos pintados de negro) en otra esplendorosa fiesta, ya que evoca el diálogo de tamboriles de las diversas "naciones" africanas de un barrio a otro de la ciudad antigua, y serán las célebres Llamadas Montevideanas.
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LA GUITARRA DE BACHICHA
Lo bien genuino, pautado y ratificado que conocemos de melodías africanas negras en Montevideo, es poco. Eso poco tiene el dibujo y la entonación jadeadora y nerviosa, bien distintos de los ámbitos amplios y más meditativos del melodismo mediterráneo que se acopla al tamborileo para principiar el clima de las milongas.
En el Folklore musical oriental tan semejante al bonaerense, los estilos, las cifras, las vidalitas, como cantables, y como cantables que se danzan, los cielitos, las polcas y las mazurcas criollas o rancheras, segundean fatalmente tras la mágica concentración de la milonga, cosa bruja, conejera y ubicua con su alma plural que se las sabe todas y se anota lisa o con filigrana, igual de ganadora y plena en la pellejería o en la lágrima, y es voz del místico y del calavera, telar para lo cósmico y lo de entrecasa, pedestal para payadores y capitel de cabezas fundidas de varón con hembra en el emparejamiento gótico del baile.
La Montevideo del 1880 en adelante no es tanguista sino mílonguista hasta rayar en la maestría. En las academias, con las favoritas para músicos y bailarines metidas en la feria trágica del Bajo, manotea su perfección —más lindos no pueden ser— lo que la tradición nombrará para siempre unido al apodo genovés del criollo guitarrero que salvó esa belleza en el amor de su memoria: Los Milongones de Bachicha. Imponen un señorío salonesco, pero de salón pulguiento de queco, o de cuartel con pulgas que centinelan la entera originalidad de sus "yeites" y de su música. Entre la sexta y la prima tripera la guitarra es un clavicordio atorrantón, con inscrustaciones de luna y de uñas de tigra burdelera, que emprende su suelta de milongones con cara de mandar telegramas en verso al otro mundo.
El negrazo, que a pesar de todos los decretos igualitarios irá a revolear su carrocería morocha y corajuda en la primera fila de las bataholas con caudillos arregladas a plomo y a ponchazos, baila el milongón ensimismado como un muerto que vuelve de la muerte que todavía no lo ha matado, con la criolla enlazada a la síncopa de su cintura. El milongón, grave, abismático, a veces con diablura cortesana de minué canyengue, dice todo lo que tiene para decir en su música. Y no precisa letra, que pudo ser ofensiva hasta para el marqués de Sade, desvirtuado su arte y el de los bailarines con la emoción y el cuerpo puramente dados a la danza, de haber delatado en versos al lazareto alucinante de su ambiente, y que únicamente hubieran sido bellos, en olor de satanismo, escritos por Isidoro Ducasse, el conde de Lautremont.
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EN EL INFIERNO DE SANTA TERESA
La Estrella Partida, lo de Las Húngaras, Southampton, los bailes de Pepe El Jerazano, la casa de Juana "La Vasca", el café de Londres, La Nina, La Media Noche, lo de Rosa "La Correntina", el Bodegón del Polo Sur, ponen a la ensalada aberrante de los carteles, de dialectos y de jetas en perspectiva de manicomio, cuando Rafael Sienra publica en 1896 su libro Llagas Sociales, La Calle de Santa Teresa, óleo macabro del bajo fondo montevideano. «A la verdad —escribe— la calle Santa Teresa, hedionda cloaca de podredumbre moral, madriguera del pillaje y de la holganza, funesto escenario del eterno drama de la prostitución, no necesitaba aquella noche para estar en alegre y animada ebullición los elementos de mujerzuelas y tahúres que le usurpaba el baile del Solís; ¡del Solís, el viejo teatro, el clásico centro de sociabilidad y de cultura que nuestros abuelos nos legaron! «El vino cantaba en ella. El aire estaba lleno con los ruidos del mar, con las aguardentosas carcajadas y las músicas de los cafetines y academias enrejadas, con las reyertas de los figones y las pulperías, con los insultos de vereda a vereda de las guardianas de los prostíbulos y deslenguados de la calle. Abigarrada multitud de hombres salpicada de mujeres circulaba por todas partes: máscaras sueltas, almidonados soldados vestidos de brin con polainas, endomingados dependientes de comercio, marineros ingleses, negros de la Capitanía y del Resguardo, hijos de familia, puesteros del mercado, desbordándose por los bodegones, rebasando los cafés, los tufientos zaguanes, conversando por las ventanas y saliendo de todos los burdeles. «La Plaza Constitución y las calles de Guaraní y Patagones —sigue otro párrafo del cronista— le han escupido sus bocanadas de contingente y por medio de sus veredas, o escondidos en sus guaridas, como en una olía po-drida hierven allí todas las colectividades: matones de Palermo, orilleros de la Aguada y del Cordón, cabos y sargentos de los batallones, directores de cotillón, atildados paseantes de las calles 18 de Julio y 25 de Mayo, desolladores de los saladeros del Cerro, comensales de Charpentier, registrerosmecenas de tenderos de campaña, parroquianos de los cafés de camareras, miembros conspicuos de los clubes sociales, sportmens de Maroñas y de los caballitos de la plaza, troperos de La Tablada, clientes de Boisseau y de Vanrell, liberales, católicos de pega y taitas enrolados en La Criolla. «Se sienten los pianos de manubrio, los musiqueros de la casa de La "Vieja Rita"; de los cafés del Alba y la Gaité; se oye el crujido de la pesada puerta de Cristina "La Catalana" al abrirse para arrojar a la calle a los exangües ya servidos contra naturaleza, o para dar entrada a nuevos, elegantísimos atáxicos, a solterones contumaces, viudos de cien mujeres, a los afónicos refinados, a los temblorosos artistas del agotamiento. . . y como de ratón goloso atiborrado de queso con cardenillo, en el ambiente revulsivo de la calle, jipean los estómagos saturados de yoduro.»
Relata Sienra más adelante: «Hay en el baile aquél madrileñas alegres y decidoras; pervertidas francesas e italianas; criollas de rostro fresco con el sufrimiento y un resto de vergüenza impresos en la mirada, suceptibles tal vez de redención, arrastradas allí, quién sabe, tal vez, más que por el instinto, por el infortunio y la desgracia; alemanas frías, de un embruteci- miento ejemplar, endurecidas en el oficio, que se prestan a todos los excesos sin que en su cuerpo se note la menor señal de cansancio, ni en su piel blanca y rosada se produzca jamás el menor estremecimiento de un deseo; y, en contraste, las crines erizadas, por las fosas nasales echando fuego, chinas ardorosas con el espíritu en tensión, la carne hirviente y los ijares palpitantes, goteando sudor, como yeguas de carrera cubiertas de espuma. «Después de la casa de baile está la de los Cuadros Vivos, en donde al levantarse el telón, aparecen en escena mujeres desnudas como enjauladas fieras, del zarpazo del ardor impuro defendidas por barrotes de fierro. Pero es fama que, a veces, corrido el enrejado y apagadas las luces, hombres y mujeres se unen al azar en las tinieblas. «Sentí vergüenza de ser hombre».
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MILONGONES PARA PIANO
Campamento, El Orillero, El Sofá de la Rosada, la Milonga del Negro Hilario, la Chiquita, son los milongones que estiban desde la diáfana honestidad de los títulos, la superpomada fogonera de los parques de artillería con tinto y baile, que hacen acampar afuera los bordonazos y los punteos que exporta la infatigable usina musical del bajo fondo, dejando claro que la miseria moral no enchastra al arte.
Como damasquinada a la criolla se borda la melodía sobre el "yeite" del acompañamiento, en este tesoro delicado que Alberto Galotti "Bachicha", tocando regular su viola, pero admiradamente los milongones, acopió en su alma después de embocarlos un millón de veces en su guitarra, para que seis generaciones de guitarreros y de guitarristas montevideanos se los pasaran amorosamente de una en una, como el náufrago que hace su posta de maderos en la mar hasta manotear la orilla de lo definitivo. Porque la memoria oficial mayormente desdeñosa y discontinua para lo popular, se ha mandado el "orsai" mayúsculo con los cien Milongones de Bachicha, que son Folklore sin agriar, con aristocracia de espectros sobrevivientes y únicos, y hasta embellecen —madréporas de música en el fondo del alma montevideana— una suerte de filosofía, "el bachichismo", allanadora y cordial para la comprensión de muchos varones orientales.
Altivos y tristes o apicarados, siempre refinados y hondos, los milongones llegan al piano con el talento de Carlitos Nieto, que los toca o los estiliza sobre sus temas de origen en los comienzos del siglo. Algún aire familiar los une entonces en esta nueva manera, con los danzones pianísticos del gran cubano Ignacio Cervantes, y al Jazz primitivo tipo Morton.
A las mismas cepas que los milongones de Bachicha, deben su gracia y su cuerpo musical, las milongas que Vicente Rossi rescata, como de la Academia Montevideana, La Canaria de Canelones, Señor Comisario, Pejerrey con Papas, Cara Pelada, las llamadas Milongas de Cortacans, y los milongones compuestos, obras de "El Johnny" Aragón —Bien en el Coco, La Parda Corina y Para la Beba, dedicado a Beba Ponce de León estupenda milongonista al piano—, y otros que Federico y Tucho Iripaldi denominaron "candombes" como Martín.
A la Montevideo de 1909, con sus treinta mil habitantes, su ciudad vieja—la distinguida de El Telégrafo y la perdularia de Yerbal— llega un notable pianista negro: nacido en los Estados Unidos, Harold Philips morirá—dicen— fusilado en Europa durante la Primera Guerra Mundial acusado de espionaje. "Jarolfil", así lo nombran aquí colegas y admiradores, resulta ser un Brindis de Salas en el piano cuando toca milongas y también tangos. Philips, como Aragón y poco más luego Roberto Firpo, orientan tanguísticamente a toda una promoción de músicos cuyos nombres relucirán poco después, y unidos a los que actúan en Buenos Aires —Manuel Campoamor, Pascual Cardarópolis, Enrique Saborido, Manuel Aróztegui, Albérico Spátola, Juan y Francisco Canaro, Alfredo Gobbi— inauguran la contribución oriental a los estilos del Tango.
Fuente “El Libro del Tango” de Horacio Ferrer (a quien se agradece este testimonio sobre la historia del tango, para nuestra generación y las futuras)