jueves, 6 de julio de 2017

Artistas que jugaban a cambiarse el nombre


Horacio Malvicino                           Santos Lipesker

Horacio Malvicino dio a conocer viejas grabaciones en compañía de otros mitos del jazz nacional y sirvió para revivir al inseparable Alain Debray, el seudónimo con que firmó gran cantidad de notables álbumes de música ligera al frente de una orquesta denominada "de Champs Elysées", aunque su verdadero domicilio era el estudio de la RCA Víctor en el barrio de Saavedra.

Ese no fue el único alias de Malvicino, que años atrás había adjudicado una modesta pero exitosa invitación al baile, a lo que debe ser la mayor ironía en materia de directores de fantasía: Don Nobody (Don Nadie), ni tampoco la primera vez que un músico se inventó identidad falsa para etiquetar placas en estilos distintos de aquellos en que era conocido o respetado.
En el mundo del tango, José Basso se escondió detrás del rótulo "Pepe y su cuarteto loco" y también supo ser José de Alto, en los mismos años en que Roberto Rufino circulaba cantando boleros como Bobby Terré y aparecían discos por Don Goyo, en la vida real René Cóspito, supremo pianista melódico. También hubo un Frank Ferrar, protagonista de singles y acompañante del grupo vocal Los Santos, que se transformaba en Frankie para conducir Clave boys o Cha-cha boys y no era otro que Waldo de los Ríos en la época de sus colosales experimentos folklóricos.

Pero el verdadero rey de las máscaras musicales fue Santos Lipesker, que usaba su nombre auténtico sólo para ejercer como director artístico de la importante grabadora donde tenía la última palabra respecto de la obra de artistas como Eduardo Falú, Ariel Ramírez, Horacio Salgán, Edmundo Rivero, Cuchi Leguizamón o Astor Piazzolla, a quien perdió por pretender resumirle "María de Buenos Aires" en un simple.

Un abusador de sí mismo que se obligó a vivir decenas de existencias discográficas, llamándose Vincent Morocco, Valentino, André, Roy Best, Chico Mendoza, Pascal Valenti, Gasparín, Jean- Pierre, Ronald Bonn y hasta Jacinto W., porque apenas Landrú impuso su reblandecido personaje, Lipesker no vaciló en fundar los Tururú Serenaders. También ideó grupos que existían pendientes de que no se descubriera que eran falsificadores de éxitos ajenos: Los soldaditos de Johnny, Cuarteto los porteñitos, Conjunto Maracangalha, Orquesta Estudio A, Trío Balvanera, The rockers o Tabac´s Musicum, mala música despachada con buen humor y desprecio total por el consumidor inocente.

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Con todo derecho, Malvicino, Waldo, Lucio Milena y otros prefirieron firmar con nombres falsos las tareas que no sentían convenientes para su imagen o representativas de la meta artística que perseguían. Lipesker fue un caso distinto, sin ambiciones ni vergüenzas estéticas, muy bien analizado por Félix Luna en las notas para una antología recordatoria publicada en 1978, poco después de su muerte.

Le encantaba representar la caricatura del mogul de la industria del disco y hasta dejó que su apariencia y modales se degradaran para lograr el efecto: un poderoso excedido de peso, vulgar y llamativo que, elegido el interlocutor a la altura de la sorpresa, se revelaba como un profundo conocedor sensible a todas las expresiones, tan capaz de dialogar con Ellington como de opinar acertadamente sobre una integral de las sinfonías de Mahler.

En el aspecto profesional también fue una contradicción andante. Estimulaba en otros la creación de álbumes ahora clásicos, luchaba porque se publicaran y de inmediato se transformaba en Vincent Morocco, André o Gasparín para desaparecer durante semanas, aplicado a fabricar sonidos fáciles de escuchar, de vender y de olvidar. El justificativo era el dinero, pero tanta insistencia en música sin valor obliga a considerar la opción de que en realidad estaba enviando un comentario de amargura discepoliana sobre su papel dentro de un arte que amaba con rencor.